El espacio, en el que abunda la basura, es el vertedero municipal Cañaveral, ubicado a las afueras de Puerto Ordaz, en otrora una ciudad de empuje industrial, alternativa no petrolera y fuente de más de 50 mil empleos directos. En este vertedero, waraos y no indígenas, sin importar género ni edad, se adentran en la basura donde recolectan plástico, cobre, aluminio y hierro, para ofrecerlos a empresas recicladoras.
Josué, de 19 años, sale de una zona boscosa conduciendo una carrucha en la que lleva un inmenso saco lleno de botellas de plástico. El tamaño del saco es similar a un tanque de agua de mil litros.
El joven warao llegó en junio de 2024 a Cañaveral y esperaba regresar a su comunidad, San Francisco de Guayo, en el municipio Antonio Díaz de Delta Amacuro, antes que finalizara el año.
“Allá (San Francisco de Guayo) no hay trabajos como aquí; allá es pura agua y montaña, uno no halla cómo trabajar. Allá todo es limpiar y sembrar ocumo”, declara. “Uno vive en las casas como si estuviera preso”.
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A Cañaveral llegan empresas privadas para recoger material apto para ser reciclado. El kilo de plástico se vende a unos 3 bolívares (0,06 dólares, según la tasa oficial publicada por el Banco Central de Venezuela) y el kilo de aluminio, a 25 bolívares (0,5 dólares); mientras que el cobre, lo más escaso y peligroso por estar calificado como material estratégico, se vende a 200 bolívares (cuatro dólares).
«Ese vertedero es un potencial, solo que no lo saben aprovechar», comenta un trabajador de la empresa privada que diariamente asiste a este lugar para salir cargado de productos reciclables.
Sin embargo, lo que allí se vive es otra cosa: trabajo precarizado, inseguridad alimentaria, nulo acceso a servicios de calidad y una condena a vivir para siempre en la pobreza. Al punto de que, para los que aquí recolectan, es difícil imaginarse en otras labores.
Salvavidas económicos
Durante una jornada de recolecta y venta de insumos, Josué puede generar hasta 300 bolívares por el plástico vendido. “Lo que hacemos es comprar una harinita y fuera rial. Un refresquito, para medio remojar la garganta, y ya no hay más nada”, cuenta.
Pese a la creencia de que el vertedero tiene un gran potencial y de aquí las mejoras económicas que representa para algunos waraos, la labor es esclavizante, antihigiénica e insegura; dejando en estado de vulnerabilidad a los waraos que allí participan.
Aun cuando para algunos representa un salvavidas económico, la situación allí es grave: los niños que apenas comienzan a caminar ya se adentran en la basura para colaborar con su familia, y la escuela es algo que no está ni en los mejores planes.
Pedro (*), un niño en edad preescolar, se camufla entre los desechos. Sin franela ni sandalias, en medio del sol, escarba la basura buscando leña para cocinar. La bolsa en la que carga la madera es más grande que él.
– ¿Qué haces acá?
– Trabajando. Vendiendo plástico.
Dice estudiar en Cambalache, una comunidad ubicada en Puerto Ordaz, cercana a las orillas del río Orinoco a donde los waraos empezaron a llegar en la década de los noventa, huyendo de la hambruna de los caños.
Sin embargo, Pedro pasa días en el vertedero sin siquiera agarrar un lápiz para aprender a escribir. La precariedad ya es costumbre: “Prefiero estar aquí”.
Los waraos y sus modos de subsistencia
Los waraos son considerados una de las etnias más numerosas y la población más antigua de Venezuela, según algunos antropólogos. Hasta el censo de 2011, realizado por el Instituto Nacional de Estadística, había 49 mil miembros. Representan la segunda comunidad indígena más grande del país.
Años atrás, los caños del Delta medio y bajo fueron un lugar seguro para los waraos. Debido a su ecosistema y geografía, se salvaron “del genocidio epidemiológico, la esclavitud y la guerra que sufrieron otros pueblos vecinos” por parte de invasores europeos, logrando conservar su organización social tradicional hasta comienzos del siglo XX, detalla un informe de Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea) publicado en 2020.
Por la extensión de los caños, los distintos ecosistemas y la diversidad de la etnia, las prácticas de subsistencia eran variadas. Se les consideraba una sociedad de recolectores, orientados a la cosecha y no tanto hacia la producción de sus propios recursos.
Los waraos se dedicaban principalmente a la extracción de la palma de moriche y a la pesca, aunque luego fueron ampliando su actividad productiva.
Con la entrada de 1930, adoptaron la siembra de conucos para el cultivo de ocumo chino, maíz, arroz y yuca y asumieron la actividad de la cacería. A partir de 1950, se incorporan como mano de obra en madereras y procesadoras de palmito.
El historiador y conocedor de la cultura warao, Juan Jaramillo, declaró que los waraos, cuando permanecieron en el bajo delta, eran grandes cosechadores de ocumo chino, lo que permitió que Delta Amacuro fuera uno de los principales estados productores de este tubérculo, además de arroz.
“Por la situación del combustible, lo poco que se produce no llega a Tucupita, porque para ellos es más fácil ir a Guyana, donde se lo pagan a mejor precio, que trasladarlo a Tucupita, por el transporte que es muy costoso y la gasolina que no se consigue”, cuenta.
Estos modos de subsistencia cambiaron con el avance del siglo XX y el primer cuarto del siglo XXI. En 1960, la Corporación Venezolana de Guayana cerró el caño Manamo, un proyecto que pretendía aumentar las capacidades agrícolas para abastecer a la región Guayana.
De acuerdo con un documento del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), una de las principales razones de la migración de los caños a los centros poblados fue el deterioro de las condiciones naturales de subsistencia, invasión de las tierras útiles por parte de agricultores y ganaderos y el atractivo creciente de los centros poblados por las oportunidades de encontrar trabajo, recursos alimenticios y sanitarios.
Al llegar a las comunidades y zonas más pobladas, las principales fuentes de ingreso para los waraos pasaron a ser trabajos informales eventuales, la elaboración y venta de artesanía, la recuperación de basura, el servicio doméstico y la mendicidad.
“Ellos han tenido que adaptarse a la nueva realidad que están viviendo”, cuenta Jaramillo. “Cuando vienen a la ciudad, la subsistencia se les pone difícil porque el medio del que ellos comían es diferente”.
Explica que, actualmente, los waraos que lograron hacer estudios superiores se desempeñan principalmente como educadores. Los que no tuvieron la misma suerte, trabajan como caleteros en mercados, haciendo oficios de limpieza, como obreros y, en el peor de los casos, como recolectores en vertederos de basura o pidiendo limosna.
“Es común ver en semáforos a mujeres y niños waraos pidiendo”, detalla. En enero de 2025, Radio Fe y Alegría expuso que niños waraos permanecen en las calles de Tucupita sin conocerse la situación de sus padres. Lo que piden va desde dinero hasta comida.
Otros, aún en condiciones de mayor pobreza, dependen del Vertedero municipal de Guasina, en Tucupita. “Ellos tienen que sobrevivir; y como no son profesionales, el vertedero les suministra lo que ellos necesitan para subsistir. Cada vez que voy para allá, me dan ganas de llorar. Cuando llegan los camiones, se pelean con los zamuros para escarbar y ver qué trae el camión”.
El equipo de prensa de Correo del Caroní intentó acceder al vertedero de Guasina, pero los representantes de la etnia se negaron a recibirlo.
Sin poder expresar su arte
La adversidad del contexto en el que se mueven los waraos no logra ocultar las iniciativas que desarrollan para mantener sus tradiciones y formas de vida. Algunos miembros de esta etnia siguen trabajando la artesanía y la tierra, pero se enfrentan a otros problemas: inexistentes políticas públicas para hacer sostenibles sus modos de subsistencia, caída del consumo y abusos por parte de criollos, quienes se aprovechan de su necesidad.
José Campero muestra parte de su artesanía hecha con bora, una planta acuática común de Delta Amacuro. Palafitos, canoas y sombreros son parte de lo que hace con sus manos y este material.
El material, totalmente natural, le permite expresar un arte que se paga a bajo precio
El hombre llegó de Araguaimujo a la comunidad 23 de Febrero, en Tucupita, hace tres años. Tiene 66 años y, desde los 30, es artesano. Sin embargo, su arte es poco valorado en Tucupita; y los comerciantes, aprovechándose de su necesidad, le ofrecen un monto de dinero inferior al valor real que él considera tienen sus productos artesanales.
“Una señora comerciante me ofreció por una artesanía 50 bolívares, yo le dije deme 60, uno lo agarra por necesidad. Ella compra a 60 bolívares y cuando uno pasa por allá los está vendiendo a 5 dólares”, cuestiona Campero. “Uno va limpio, el pasaje son 20 bolívares, ya allá en el centro tengo que vender a juro para poder regresar a mi comunidad”.
Vivir en los caños es quedar aislado y vulnerable
Desde 2014, los waraos empezaron a salir de los caños para llegar a Brasil, Guyana o Trinidad y Tobago. Se estima que solo en Brasil hay más de 7 mil personas de esta etnia.
La escasez de gasolina, carencia de motores para sus embarcaciones y la Emergencia Humanitaria Compleja los han llevado a movilizarse de sus zonas ancestrales a ciudades más pobladas u otras fronteras.
“Ya los caños no son como antes, no hay gente”, dice Felipe, otro warao dedicado a la siembra en la comunidad 23 de Febrero. Salió de los caños hace dos años, ante la inseguridad y la carencia de insumos para el trabajo, como semillas, motor y canoa.
Los caños se convirtieron en un lugar inhóspito para los waraos, donde es complicado mantener sus formas de vida. La escasez de gasolina limitó la movilización y el costo de los motores fuera de borda generó que dependieran únicamente de la fuerza de sus brazos.
Otra limitante ha sido la inseguridad. Las pocas hectáreas de siembra, cuando estaban por ser cosechadas, eran robadas por delincuentes, generando la pérdida de alimentos, de dinero y tiempo.
Felipe señala que tener que producir, cuidar la cosecha y movilizar mercancía implica una semana navegando a remo, con el riesgo asociado de perder los productos.
Destaca que desde el gobierno no han desarrollado políticas para que los waraos puedan mantenerse en los caños o dedicarse a la siembra en algunas zonas de Tucupita. “Aquí uno no tiene tierras”, cuenta. Por otro lado, lo poco de semillas de maíz que consigue, lo hace comprando en comercios privados.
Sin respuesta del Estado
Las nulas políticas públicas para mejorar las condiciones de vida de los waraos han generado que algunos miembros de esta etnia no crean en el Estado venezolano como una institución que genere planes para transformar sus circunstancias.
La señora Judith Ventura se sostiene de un tronco. Vive justo al frente de Cañaveral, junto a sus tres hijas. Pese a la ausencia de colegios y servicios que dignifiquen su vida, señala que es mejor vivir entre la basura, que regresar a los caños.
Durante la época que vivió en los caños, ella y sus tres hijas se dedicaban la elaboración de chinchorros y a la siembra de ocumo chino y caña; pero navegar sin motores generó que sus manos se deterioraran, al remar por periodos de hasta un semana.
Llegó a Cambalache con la intención de proveerse de ropa y alimentos, pero al igual que en los caños, las carencias la obligaron a cambiar de sitio nuevamente. Desde 2022, por la falta de empleo y la pobreza, se movilizó junto a su familia a Cañaveral.
Para alimentarse, depende de la basura y lo poco que puedan reunir con la venta de productos reciclables, pero esto no significa que puedan hacer las tres comidas: “Todo es cuando hay”.
La cara de Ventura muestra desesperanza y decepción, a tal punto que no cree que ninguna exigencia al Estado venezolano se vaya a traducir en una mejora para su forma de vida y la de su familia.
“Decían: te voy a traer cocina, nevera… pasaron años y nada. Puro hablar nada más. Decían: Ustedes van a tener una casa, va a salir una vivienda. Nunca nos salió la vivienda”, lamenta.
¿Por qué no pueden desarrollar sus modos de subsistencia?
La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) documentó -en 2021- que solo 4 de cada 10 personas estaban económicamente activas en Delta Amacuro. Junto a Amazonas, era el estado con menos personas trabajando.
Esto se tradujo en cifras alarmantes: 80% de las personas en Delta Amacuro vivían en condición de pobreza extrema y 95% vivía en situación de pobreza, según la misma encuesta.
Las pocas oportunidades laborales en el estado parecen tener su razón en algunos proyectos agroindustriales que se quedaron solo en palabras y en otros que se materializaron, pero que lucen insuficientes para solventar la precaria situación de la población.
En 2005, durante el V encuentro de Gabinete Móvil, el mandatario Hugo Chávez se refirió a la instalación de una planta procesadora de ocumo chino, en la que se invertirían 1.430 millones de bolívares. La planta funcionaría en Nabasanuka, donde -para entonces y según fuentes regionales- había 65% de desempleo.
“Todavía no tenemos definido claramente dónde comprar la planta”, dijo Yelitza Santaella, en aquel momento gobernadora de Delta Amacuro. “Estamos averiguando a nivel de aquí mismo, a nivel artesanal. Ya hemos averiguado aquí algunas experiencias, y estamos averiguando en Brasil (…) Es interesante, presidente: no sólo es la planta sino el acompañamiento que nosotros hemos presentado en este proyecto para mejorar los alojos de los habitantes indígenas que viven en esta zona. Estamos presentándole ya al Conavi cómo construir y mejorar las viviendas de esos sectores”, explicaba.
El ocumo iba a transformarse en harina, atol y hojuelas fritas. “Se pudiera combatir el grado de desnutrición en esta zona”, añadió la mandataria regional. El proyecto nunca se materializó.
En 2010, todavía durante el gobierno de Hugo Chávez, también se anunció que, mediante un acuerdo de cooperación China-Venezuela, se construiría un complejo agroindustrial para el procesamiento de arroz, en la entrada de Tucupita.
Lee la nota completa en el Correo del Caroní.
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