Saber cuáles son los motivos de las protestas sociales no es tarea fácil. Las explicaciones apuntan a causas económicas o políticas, razones obvias del descontento de la gente.
El problema es que las imágenes críticas suelen ser las mismas, pero los fenómenos no se repiten. En otras palabras, alguien puede suponer que hoy estamos peor que en 1989 y por eso “el pueblo debe salir a la calle” (claro que este terrible panorama no muestra “el detallito” del bloque criminal).
Este es un razonamiento respetable, ya veces inducido por laboratorios mediáticos de derecha, pero que, si lo miramos, no resiste un examen superficial. No hay comparación. Originalmente, la democracia representativa nacida en 1958 fue un modelo que silenció, como política de Estado, todo lo que contraviniera los intereses del establecimiento. Reprimir era su regla principal. Lo decimos sin ánimo de invalidar el descontento que muchos puedan tener por alguna mala gestión de un representante del Gobierno Bolivariano.
Con el 27 de febrero de 1989 hubo una satanización. Como hecho histórico, pendularmente, fue evaluado como finca social y como vulgar robo.
Los analistas lo ponderaron como una «barbarie de la tierra», una suerte de expresión prepolítica, y otros como tubo de escape de una frustración acumulada, de una lucha de clases. Creemos que hay mucho de esto y más.
En nuestra opinión, hubo aspectos estructurales, aún latentes, el modelo capitalista, no del todo enterrado, y la coyuntura, es decir, una decisión económica equivocada a mediados del 89.
El puntufijismo no daba para más. Ese depósito de burlas explotará con la llegada del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez. La abstención de más del 20% se medirá con la promesa de volver a la Gran Venezuela. Pero las medidas draconianas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial dicen lo contrario. Neoliberalismo puro. Más pobreza crítica, más marginalidad, menos ingresos, más aumentos en la gasolina, más precios de los servicios públicos, más aumentos en las tarifas de transporte, más aumentos en el valor de las necesidades básicas; y dejamos de contar.
Los que vivimos ese momento asistimos a una combinación de elementos: la típica metida de pata de la mayoría, ira contenida convertida ahora en turbas, saqueos, juicio colectivo, organización popular, justificación, etc.; y todo sin un liderazgo dejado a la tarea.
El idealismo anacrónico de unos, y la delicadeza de los «revolucionarios» de los comedores universitarios, de otros, no han encontrado el llamado de las necesidades. Sería un teniente coronel desconocido, otro febrero tres años después, que resolvería el enigma de los excluidos. Nace así una sincronización creativa: un pueblo que busca un líder y un líder que busca un pueblo.
Ese país hace 34 años era un polvorín. Desde el 27 de febrero de 1989 asimilamos que en política la promesa debe cumplirse; que el orgullo mientras gobierna no es buen consejo; que la grosera contraposición escasez-riqueza por parte de los líderes y directos es suicida; que el brote neoburgués se huele a la distancia; duele cuando necesitamos una industria nacional fuerte y no la tenemos; que necesitamos hacer crecer la agricultura en serio. Hemos aprendido con las lecciones de la sangre que como pueblo debemos estar siempre vigilantes y en perpetua movilización.
Por favor, recordad a los más jóvenes la suspensión de garantías, el toque de queda y la temida «peste».
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