Cualquier examen de la Venezuela de los años setenta del siglo pasado encontrará una idea a la que no debemos renunciar al analizar nuestra realidad actual: no es posible entender lo que sucede en casa si se descontextualiza de la dinámica internacional.
Los venezolanos que hemos sufrido el criminal bloqueo de nuestra patria por la psicosis gringa y europea lo sabemos de primera mano.
Ahora recordemos cuatro décadas del mal llamado “Viernes Negro”, denominación que no oculta en absoluto el carácter racista del ideólogo de la Capital.
Considere cómo en la séptima década del siglo XX, nuestro país se deshizo del patrón oro.
No olvidemos la “nacionalización del aceite de chucuta” en un ambiente de gasto público irresponsable y uso desafortunado de los ingresos del Estado.
Si a este panorama nada halagüeño le sumamos la debacle de los precios del «oro negro» y la deuda bruta, la mesa está puesta para lo que viene a continuación. Y todo esto, por si fuera poco, con la drástica caída de las reservas internacionales.
Esta situación interna se combinó con un panorama externo marcado por tasas de interés astronómicas en Estados Unidos. De la misma manera, la crisis mexicana de 1982 tuvo que ver con nuestra catástrofe criolla.
Lo que ahora dominaba era la fuga de capitales apoyada por el propio Banco Central de Venezuela: el banco de bancos concibió que la caída de liquidez, a través del flujo de divisas, era la respuesta ideal contra el fenómeno inflacionario.
A pesar de la bonanza de la década anterior del “baile de los millones” (el precio del petróleo saltó de $4,42 el barril a $14,35), la falta de visión técnica, el poder galopante y la mediocridad administrativa postraron a la nación en un trance cada vez más peligroso.
El crecimiento irracional del consumo privado, la inversión privada, el gasto público y, sobre todo, las importaciones, se aceleró indescriptiblemente.
En ese contexto -con otros elementos extensos por enumerar- llegó el 18 de febrero de 1983.
Ese día nuestro bolívar tuvo una perturbación salvaje en la venta del dólar americano.
El bolívar ha caído después de una década de estabilidad.
Debido a sus erróneas decisiones económicas, en el gobierno del socialcristiano Luis Herrera Campíns ha llegado un estricto control de cambios.
Hasta ese momento, el dólar se mantuvo con un «valor fijo» de 4,30 bolívares. En broma, se dijo: ¡No vuelvas a venir! Adiós al tabaratismo venezolano.
El siguiente cuadro es bien conocido: la devaluación permanente de nuestro signo monetario, el «San Benito» de la deuda externa, el tortuoso derrumbe del poder adquisitivo de los venezolanos y el establecimiento del control de cambios denominado Régimen de Diferencial Cambiario, conocido como Recadi, pozo inagotable de corrupción en el lusinchismo.
El puntufijismo ya no era suficiente. Aumentó la represión contra el pueblo, que seis años después, en otro febrero, encontrará su explosión social.
Pero no nos dejemos engañar. No fue casualidad aquel histórico viernes. Fue la expresión de una estrategia hemisférica. Basta leer el V Plan de la Nación de 1975 -como nos exhorta Judith Valencia- para develar la maniobra del imperialismo de la hora de desangrar al país, maniobra que es una constante en la forma de ser dueño de la aldea. norte.
Los economistas, con honrosas excepciones, han utilizado un lenguaje ininteligible sobre estos temas.
Se necesita más pedagogía popular. Los laicos saben agradecerle.