Fue una brisa de verano, un aire de esperanza, un remedio para los cuerpos y un alivio para las almas futboleras de Venezuela. El pasado domingo, Caracas y Táchira trataron de revivir aquel viejo antagonismo de la capital contra los Andes, de los Andes contra la capital.
Por lo visto y vivido en el graderío de cierta manera fue así. El estadio Olímpico estaba a medio llenar, o a casi llenar, para decirlo mejor, y ese tal fue el valor más importante de la tarde de color y luces de sol.
Casi diez mil aficionados, muchos de ellos sin pisar el cemento desde hacía mucho tiempo, fueron convocados a un partido de fuego, en el que lo menos resaltante fue su calidad, mucha o poca, porque lo que de verdad trascendía era ver la grandeza de una rivalidad que parecía olvidada.
Que parecía, pero que estaba, como las cosas íntimas que guardamos en gavetas que poco abrimos, escondida detrás del camuflaje de las deficientes actuaciones venezolanas en los lances internacionales. Pero como a menuda pasa con las confrontaciones de todo o nada, como la de hace tres días, estas cosas, como las posiciones en la tabla los equipos, poco importan: las copas suramericanas que esperen, porque este lío tenemos que resolverlo aquí y pronto.
Y quiso el quehacer futbolero, como si fuera un destino marcado, que el partido terminara igualado y que la gente regresara a casa contenta a medias, porque “si este jugador no hubiera fallado aquel gol cantado, y si el arquero no hubiera parada aquella metralla que disparó el mediocampista…”.
Tratando de no desbocarnos, intentando no ser atrapados por las fauces del optimismo, este Caracas-Táchira podría ser el renacer de un fútbol al que mucha falta le están haciendo antagonismos y difusión. Por cierto: esa tarde fue para agradecer que Venevisión dedicara dos horas de su programación a dar el juego. Qué bueno, vaya…
Hace algunas semanas escribíamos acerca de la cantidad de transmisiones de deportes que “amenazaban” con volvernos locos. Fútbol, beisbol, baloncesto, golf, padel, atletismo, Fórmula 1, Dios Santo, todo a la vez.
Por estos días también pasa, con campeonatos mundiales de varias competencias que nos llevan a pesar no en lo “enloquecidos” que quedamos siguiendo a uno y a otro, sino en la importancia que hoy tiene el deporte en la sociedad reflejado en el interés colectivo en las pantallas de la televisión.
Es una marejada, un terremoto, un tsunami, un cualquier cosa que llame a movimiento telúrico. Sí, todo esto suena a exageración, pero ¿no es el deporte una metáfora de un mundo de creación y diferente?
Nos vemos por ahí.