Viendo el partido de Venezuela contra Bolivia cabe preguntarse: ¿había más camisetas verdes que la Vinotinto, cuántos jugadores había del equipo local, 14 o 15? Por supuesto, esto es una ilusión óptica, pero así parecía. Bolivia no era Bolivia, sino una máquina arrolladora, un equipo fuera del concepto que tenemos de su fútbol.
Prometieron correr y corrieron. Prometieron apoyar, apoyarse en todo lo que para ellos juega a la altura, y apoyaron. Venezuela, perdida, con Salomón Rondón peleando en el desierto que era el ataque venezolano y Telasco Segovia desterrado del partido, fue poco. Fue, como dijo una vez un amigo en un partido del Mundial de Italia ’90 e hizo una analogía, que había sido «Bolivia contra nadie».
Y desde una perspectiva objetiva, lo que pasó era de esperarse. Los centrales venezolanos, Nahuel Ferraresi y Yordan Osorio, nunca llegaron a los delanteros contrarios, y los laterales, abrumados por los extremos contrarios, nunca salieron. Si había algo rescatable en la Vinotinto, y viéndolo como el vínculo solicitado con el equipo, podría ser José Martínez en el medio de la cancha. Recuperó balones y peleó lo que se podía pelear en el desigual partido.
Venezuela era, y hay que decirlo, un equipo menor. Quedan pocos argumentos para defender al equipo, más allá de la sustancia habitual de sus jugadores. Intentó distraer el juego, realizó movimientos lentos para romper el ritmo vertiginoso de los bolivianos, y durante mucho tiempo lo logró. Con sólo un gol menos, había buen rollo. Hasta que apareció el penalti, y con el penalti la debacle de un equipo que nunca encontró su forma, preocupado por el enemigo y pensando en el factor hechizante y misterioso que es la altura de las ciudades bolivianas.
Fue un día de desgracia donde no pasó nada, no salió nada. El tercer gol de Bolivia, por poner un ejemplo, fue casi una obra maestra. El atacante la recibió con el pecho y la hizo saltar hacia un lado, pasó el balón y la compañera le dio el pase a la llegada: un toque y un beso a la red.
Cosas así, usualmente comunes en la Vinotinto, no eran más que un recuerdo. Preocupado por cuando me voy a quedar sin oxígeno, Venezuela iba desapareciendo, desaparecía, y Bolivia tenía erupciones donde iba a jugar a su antojo.
Un último punto. Intentar atribuir el resultado a la altitud no es exacto. Es un factor importante, pero no el único. Bolivia, debemos admitirlo, fue más. Mucho más que un equipo que se perdió la cancha de la ciudad de El Alto esa tarde inoportuna.
Ahora llega Uruguay, en un partido cuyo resultado puede definir muchas cosas. Vencer a Bolivia iba a ser casi imprescindible para Venezuela, que ante la celeste tendrá que jugarse la vida y seguir por el camino que podría conducir al Mundial de 2026.
Esa noche en Montevideo
Marzo de 2004, estadio Centenario, cuarenta mil almas en la noche de verano en la capital uruguaya. Juan Ramón Carrasco, ex estrella de Sky y ex integrante del mediocampo del Marítimo venezolano, hizo una promesa: “Los atacaremos dieciocho veces. A ver si aguantan.»
Se mostró convencido de la superioridad de su equipo ante un rival sin rodillos. Llega Gabriel Urdaneta, Héctor González no falla, Juan Arango da un toque suave a la red con el pie derecho. Álvaro Recoba, Diego Forlán, jugadores famosos de aquel Uruguay, admitieron la superioridad de la humillación, y el director técnico tuvo que tragarse sus palabras arrogantes.
Richard Páez se llevó la victoria con la humildad de su estatura humana, y el autor, desde la tribuna de prensa junto a Néstor Beaumont, estrechó la mano de su compañero periodista.
No fue extraño.
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